Llega el otoño; y con él la tristeza. La
efímera caducidad de la vida dice adiós y se aleja mirando con tristeza las pisadas que
marcan su regreso. Es el otoño, que todo lo invade con su manto de torpe
niebla. Llega el gélido viento norteño, con su carga de melancolía y sus ecos
de canciones pasadas y fiestas alegres. Las hojas se mueren, y pese a su torpe
empeño son arrancadas sin miramientos por este crepúspulo salvaje de noviembre,
con su desértica tormenta tan cargada de sed que te empuja a la soledad de una botella, precipitando su
vacío a través de tu tráquea.
Llega el otoño, y resignado me siento en cuclillas, cruzando
con el diablo una partida en la que heces, vómitos y sangre se intercambian por
segundos y minutos. Siento que las cartas están marcadas; pero me dejo hacer, porque estoy harto ya de pelear con esa pequeña vasija sin manillas por las que ser izada, ésa que cruentamente deja
tus fragmentos adheridos a los bordes afilados de esa taza, diseccionando tus
pulgares al intentar acariciarla.
Es el otoño; y en este
atardecer sombrío los que aun no han muerto ansían con desprecio ese reposo,
porque se han cansado de vivir sintiéndose vacíos. Extienden sus manos
suplicantes hacia ese túnel manso que se ofrece ante ellos prometedor y oscuro,
palpitante, maquillando con cenizas la gloria efímera de unos campos sedientos.
Es el oscuro romanticismo de las esquelas, la retirada discreta entre las
lágrimas de quienes jamás admitirían que te quieren como te quieren. ¿Podré yo
apartar la mirada ahora que siento lo confuso de su torpe llamada?
Si tan solo pudieras contestarme, negra noche...
¿Quedará aún algo de mí en tí o todo te lo habrás llevado?