En recuerdo a la luz de mi vida:
A sus manos firmes, callosas y
calladas. Al fulgor de su mirada, al óvalo perfecto de sus labios sobre mi
mejilla. A sus despertares cargados de tortos y paciencia, a la leche recién
ordeñada y engullida sin tiempo para hervir. A las tardes en las que
aprovechábamos la siesta de mi abuelo para escaparnos al río con nuestras varas
de avellano y nuestros alfileres torcidos en busca de pescardos. A la dureza de
sus primeras lágrimas. Al ardor desesperado de mis últimas lágrimas sin tiempo
apenas para despedirla. A su fuerza incomparable, a su mirada; a todo el amor que
me dio y que sin duda se le quedó en el alma sin tiempo para darme. A sus
respetuosos silencios, a sus caricias inesperadas. Al orgullo que emanaba de
sus ojos cuando me miraba. A sus consejos, a sus fábulas, aunque ahora sepa que
a veces eran inventadas. Al respeto con el que siempre pronuncio su nombre;
porque nunca podré olvidarla.
A sus canas, a su enjuto cuerpo que todo
lo llenaba. A tu recuerdo, abuela; porque las estrellas del cielo han ganado
con tu marcha...
A tu recuerdo, abuela; porque mis recuerdos están cargados de
leña chisporroteando entre fuentes de arroz con leche e historias que siempre
me atrapaban; a la chapa de una cocina de carbón tan dilatada como las pupilas
con las que yo siempre te escuchaba.
Al olor de la yegua y de las vacas,
de la hierba recién cortada. Al hara kiri de mis poros sedientos al bajar de la
tenada. A los pájaros que por desgracia yo maté cuando la vida para mi aun no
significaba nada.
Porque Dios te llamó a su lado de una
manera discreta y callada, tan discreta y callada como tu quisiste ser siempre;
aunque con tu grandeza habitual sin quererlo todo lo llenabas.