viernes, 20 de abril de 2012

A mis seres queridos

Puede parecerte triste el sol en el ocaso, pero al menos él ya ha terminado su jornada. Puede al fin retirarse a descansar. En su lugar deja el hueco siempre vacío de su ausencia; el recuerdo de su calor, de la luz que hasta ese momento ha reconfortado a tus ojos. En el ocaso de las personas sucede lo mismo. Es algo que sabes de antemano que tarde o temprano ha de ocurrir, aceptando su partida como algo inevitable; pero no puedes hacer otra cosa que aferrarte cada segundo que pasa con mayor desesperación a su luz y su calor como una planta hambrienta; a sabiendas de que su ausencia te dejará sumido en la más completa oscuridad. Nunca estaré preparado para la ausencia de mis seres queridos...

martes, 17 de abril de 2012

Dolorium Tremens

El amor es una ramera que se vuelve perezosa con el paso del tiempo. A medida que se vá poblando de canas pierde toda su juvenil pasión, conservando una aséptica formalidad basada en las buenas maneras. Se apoya en un bastón endeble tejido con la tradición más costumbrista, adoptando posturas en la mayor de las ocasiones extrañas e incómodas. En esa fina barrera todos nos volvemos de repente contorsionistas a punto de quebrarnos las espaldas a base de intentar mantener el equilibrio, sin saber que nuestro empeño es tan absurdo e inútil como un amor de adolescencia recuperado en la vejez.
No lo creía cuando he sentido el impulso de llamarla. Ha sido algo complejo, demasiado íntimo para poder explicarlo. En el fondo de una caja de zapatos vieja sobrevivía arrugada mi primera carta de amor. Un amor adolescente y cobarde, un amor que hasta hoy nunca había sido correspondido por mi eterno miedo a sentirme rechazado. A esa carta habian seguido varios cientos más, pero ella nunca lo sabrá, porque nunca tendré el valor suficiente de confesárselo.
Ya lo creo... El amor es una ramera que te pasa factura sin remedio. No lo creía posible cuando miraba su foto y la encontraba tan atrayente y misteriosa como cuando éramos niños. Ni tan siquiera podía sospecharlo cuando compartíamos atardeceres enfundados en una extraña piel que ni tan siquiera nos pertenecía, creyéndonos héroes. Nunca lo hubiese pensado, pero cuando al fin la tuve entre mis brazos toda la lujuria se esfumó, y es que el amor que se sustenta solamente a base de carne pierde su fiereza ante la visión desconcertante de un pubis encanecido. En mi cama no estaba lo que yo podía recordar de ella, sino una anciana abierta de piernas casi en la tercera edad.
Desde entonces sobrevivo a golpe de viagra y pastillas de colores, haciendo como que no siento alergia al poliéster que me ofrecen en la calle prostitutas que se saben ya mi nombre y apellidos, intentando recordar la manera de hacer sonreir a una mujer sin llevarme la mano a la cartera.