viernes, 23 de noviembre de 2012

Silencio









Hace meses que no oigo lo que dices.

Es la noche, y su silencio, el que agarrota mis sentidos.

Toco mis pies y están fríos,

han perdido por completo sus raíces.

Desdibujado y triste pasa el día,y

como un perro que se lame sus heridas
lamo con mi lengua suplicante tu recuerdo

sin importarme estar cargado ya de cicatrices.

¡Todo lo que yo tenía y ya no tengo!

Con sigilo pasa mi vida, como un enorme cocodrilo

que acecha  a la víctima desde su escondite sumergido.

En contadas ocasiones la nostalgia

enciende de nuevo mis manos. Esa magia

me aferra a tu recuerdo como un recién nacido a un marchito pecho.

Ese recuerdo teje mantas que me arropan,

porque mi conciencia  es huérfana de carne,

y no habrá nada que jamás posea que no tema perder.

Es algo irremediable; ya no hay fuego en mi mirada,

y es que la vida ha entrado calando  a bayoneta en mi remanso

negándome el  derecho a mi descanso de tanto que me aprieta.

Me quedo debilitado como una espiga,

como el cadáver de un mosquito tirado en la cuneta,

incapaz de emitir sonido, falto de sustento.

Entonces apareces tú de nuevo, y todo cambia,

porque me aportas fortaleza, eres mi alimento.

Toda esa debilidad se va vacía, tal cual vino. Vuelvo a estar hambriento.

La seguridad de mi ventana.






 
 
 

Desde mi tejado me siento seguro, a salvo de miradas; porque pese a estar desmorronado y con los aleros carcomidos no permite que le puedan las goteras. Tiene varias tejas canosas, víctimas del tiempo (o acaso fruto del alivio de palomas); pero aunque parezca envejecido se muestra orgullosamente erguido. Yo aún le creo digno de toda confianza.

Mi tejado ya no tiene antenas, ni cables que le empujen hacia el suelo, porque ha dejado ya de estar enfermo. Me ofrece consuelo, protección y todo eso.

Mi tejado se construye a sí mismo a diario, se regenera solo; vive ajeno al paso del tiempo.

Hoy el rocío le baña de nuevo. Parece que esté llorando. Puedo ver mi rostro en su reflejo.

Mi tejado apunta al cielo, es una antena receptora. Es todo mi universo. Es mi refugio, mi atalaya. Cuando la oscuridad me atemoriza ahí es adonde siempre vuelvo.

En mi tejado se han criado mis polluelos. Aquí tengo mi nido, mi despensa, mi casa, mi alimento...
No, no tiene barrotes, porque no los necesita. Es una suma de cuadrados infinita; y aunque a veces parezca una cárcel sin principio ni salida no es húmeda, ni da miedo... ni siquiera es fría.

Mi tejado es el refugio de mi corazón vagabundo, cansado de caminar sin rumbo. Es el sitio donde nace renovada mi mirada.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

El duende




Ella le llamaba "el duende", y él la miraba con los ojos como platos, sin poder entender nada de nada.
"Mi pequeño duende..."-decía. Y te juro que cuando lo pronunciaba con ese infinito cariño el alma se me escapaba desbocada.
"Su pequeño duende..."-decía, con las pupilas agrandadas... Y yo creo que él algo entendía; porque los niños saben descifrar desde bien temprano el extraño alfabeto de las miradas.
Ella guardaba tanto amor en sus pupilas que cuando te miraba todo tu mundo se llenaba de melodías de violines y aroma a flores frescas. Te llevaba a su terreno, y sin tan siquiera pretenderlo te dejaba embobado y a merced de sus relatos, sus canciones y sus fábulas.
Pero llegó la niebla, y la luz de la vida se quedó apagada. El  pequeño duende tuvo que aprender a olvidarla...
  Todos creíamos que por aquel entonces su duende era demasiado pequeño para extrañarla; pero cuando las personas se ván siempre dejan su recuerdo; y la grandeza de los niños es que eligen libremente y sin coacciones lo que desean recordar. Ella se fué, pero dejó su legado, y con el paso de los años "su pequeño duende" adoptó su nombre para su abuela materna. De ese modo mi suegra Mª Mar pasó a llamarse "Anna"; sonido gutural y convertido a fuerza de cariño en sinónimo de Ana María. Supongo que él simplemente se negó a olvidarla, con la sabiduría inocente que solamente se tiene en la infancia.
Hay momentos en los que creo que Ella lo sabe, y que continúa a nuestro lado; porque cuando la recuerdo siento una especie de calor recorriéndome el pecho, y siento como se escapan huyendo como palomas desbocadas todas mis preocupaciones; y si me concentro lo suficiente puedo sentir sus pequeñas manos acariciándome como hacía cuando yo también tenía solamente cinco años. Entonces es cuando me abandono a su grandeza, y puedo ser capaz de recordar momentos, olores y sabores concretos de mi vida que yo ya creía olvidados. Es extraño, pero vuelvo a sentirme niño. En esos momentos es cuando más fuertemente abrazo a "su pequeño duende". Por ella y por mí.