Mi musa renace en otoño, y se viste de
fría niebla para susurrarme al oído promesas y sueños. Parece haberse recuperado
de su hastío vacacional y como el espíritu libre y caprichoso que siempre ha
demostrado ser, regresa cargada de ímpetu, moviendo mis manos al antojo de su
contoneo lascivo.
Su timidez la aleja de mí en el verano,
abochornada y vencida por la canícula estival, pero a ella siempre le ha
gustado que la acaricie con palabras, aunque a veces no signifiquen
absolutamente nada; y es por ello que siempre regresa, jugando con mis dedos hasta
que los versos que condensan sus aleteos provocan mis risas entrecortadas. Al
acabar el día descansa en mis brazos y se ofrece vencida cuartilla a cuartilla,
aun a sabiendas de que en mi egoísmo intentaré de nuevo hacerla mía para
siempre.
Pese a todo lo que encierra de
egoísta mi manera de actuar, ella no me guarda resentimiento, y se despierta
contenta, haciéndome olvidar la culpabilidad que siempre me provoca haberme
sido infiel conmigo mismo.